31 mayo 2007

A propósito de nada

Y es que es verdad. No tengo nada sobre lo que escribir. Bueno, quizá decir, por si aún no lo sabéis, que yo también HE GANADO LAS ELECCIONES. No se porqué voy a ser menos que todos los demás. ¿O es que no tengo derecho a ganarlas? Pues eso.
Y luego está el tema de la música, que no sé si estáis oyendo o no, porque es algo pesadita en kb (más bien en megas). Eso sí; es buena. Más detalles en Trenzas y Geranios , uno de mis otros espacios en la red. Es que en el servidor ya no me queda sitio para dos piezas musicales diferentes.
Si dejáis el blog en segundo plano y seguís con vuestra vida como si nada, en algún momento la música empezará a sonar :)
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Segundo día de intento de postear.
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Son las cinco de la madrugada así que perdonad si os he despertado con el ruido del tecleo. No es que esté desvelada. Es que ayer estaba tan cansada que me quedé dormida a las nueve de la noche, en el sofá, y mientras veía a Rafael Nadal jugar un partido contra un italiano llamado Flavio Cipolla, que también el nombrecito se las trae. Después de partirme de risa, sin mala intención, eso sí, dijeron los comentaristas que Cipolla se traducía al castellano por cebolla (menos mal) y ya no me reí más, porque las cebollas son, en sí mismas bastante insulsas y no dan mucho juego mental. Pero el apellido me recordaba algo y en cuanto me he despertado he ido a las estanterias de la biblioteca a revolver, y allí estaba; un libro muy divertido de un señor llamado Carlo M. Cipolla. El título: "Allegro ma non troppo" que, contrariamente a lo que pueda pensarse, no trata de música, sino de cocina. Bueno, más concretamente del papel de las especias en el desarrollo económico de la Edad Media. Lo escribe en clave de humor y el libro resulta muy ameno. Mucho más que las cebollas en su conjunto. Os transcribo una cita de Felipe de Vitry, secretario de Felipe VI de Valois, rey de Francia, y que Cipolla toma para ejemplificar lo que viene explicando en su libro.
"Para escapar de las calamidades que la amenazaban, la sociedad se organizó en tres estamentos. Uno se encargó de rezar al Señor Dios Padre. El segundo, se dedicó al comercio y a la agricultura. Y, por último, para proteger de las injusticias y agresiones a las dos clases antes mencionadas, se crearon los nobles"
A simple vista, no parece tan diferente de la forma en que hoy día se organiza nuestra sociedad. Salvo por "el cuarto poder", que entonces ni se sospechaba que pudiera llegar a existir, los otros han llegado con bastante salud hasta nuestros días. Con los nombres ligeramente cambiados, eso sí, pero en el fondo, en el fondo..., yo creo que son los mismitos. Y naturalmente que los poderes primero y tercero de esa lista, en la Edad Media y ahora, no se puede decir que cumplan exactamente con sus cometidos. La cita del señor de Vitry sigue vigente, en su sentido contrario, tal y cómo dice Cipolla en su texto.
Pensándolo bien, creo que las cebollas van a empezar a gustarme.

30 mayo 2007

¡Upsss...!

Iba a postear alguna cosa y ahora resulta que tengo que irme.
Luego vuelvo. O no; ¡yo que sé...!

26 mayo 2007

A vuestra solicitud

¡Y menos mal que habéis insistido en que viniera, porque si tuviera que esperar a que Trenzas me dejara escribir aquí motu propio, ya podía sentarme...!
Lo que no me ha quedado claro es sobre lo que queréis que opine, porque hay varias posibilidades. Veamos:
-Que opine sobre el post de Trenzas "La Opinión".
-Que opine sobre lo que vosotros opináis de la opinión de Trenzas.
-Que opine sobre la opinión, también llamada doxa.
-Que opine sobre la oportunidad, o no, de traer a colación a los griegos muertos hace 2000 años en relación con el ambientillo electoral que vivimos ahora que, por otra parte, es como de segunda división porque no son elecciones generales
¡Ah, no! Ésto último, descartado, que hoy es jornada de reflexión y no quiero influir de ninguna manera en el voto que tengáis pensado emitir.
Cómo Trenzas sale a trabajar dentro de poco y tiene la costumbre de desconectar el ordenador para que los gatos no se dediquen a mirar páginas con encantadoras gatitas, parcialmente desprovistas de su pelaje, tengo que darme prisa en opinar sobre algo, y he decidido opinar sobre las ovejas.
Ahora que lo pienso mejor, creo que no, que tampoco voy a opinar sobre las ovejas. En estos días la cosa ésta del rebaño (ir a votar como un rebaño, comportarse como un rebaño, ser tan estúpidos -los oponentes- como un rebaño, etc. etc..) puede herir susceptibilidades. Alguien podría sentirse identificado. Hasta me da apuro hablar sobre "El silencio de los corderos" no sea que me acusen de hacer apología de la abstención.
Creo que de una cosa sí puedo hablar tal día como hoy y es sobre las cabras que, como todo el mundo sabe, siempre tiramos al monte. Nos chifla lo montaraz y lo de "ir por libre" y después de cumplir con nuestra obligación sobre la cuota de leche, queso y cabritillo por año, en el resto no nos gusta que se meta nadie.
Y eso bien lo sabe Trenzas que, inútilmente, pierde el tiempo intentando llevarme al redil. Al redil, van sólo las ovejas, obedientemente seguidas por sus corderitos. Nosotras, las cabras, dormimos en cualquier parte y comemos lo que haya, pero gozosamente sueltas.
Claro que unas buenas manzanas, nunca sobran.

17 mayo 2007

La opinión

La Opinión es un buen nombre para un periódico. De hecho, creo que habrá unos cuantos cientos en el mundo que lo lleven, porque si hay algo que nos vuelve locos de entusiasmo a los humanos es dar nuestra opinión, nos la hayan pedido o no.
Esto es particularmente visible en época de elecciones. Ya sabéis que procuro no hablar del tema, porque soy un animal apolítico, casi del todo. El casi que falta es el necesario para intentar no caer en estupideces varias, que no es que lo consiga siempre, ni mucho menos.
Tampoco suelo escribir sobre religión, ni sobre fútbol, ni sobre otros asuntos que no se presten fácilmente a divertirse un poco sin ofender a nadie. Ese es, al menos, mi propósito.
Básicamente, intento reírme de mí misma cuando vengo a dejar aquí parte de mis pensamientos que, en puridad, no son tales, porque jamás pienso antes de escribir, lo que voy a escribir.
Tampoco hoy he pensado nada antes de venir a teclear, pero supongo que el "ambiente" me ha podido y me ha sido imposible evitar la idea de "la opinión".
Los griegos la llamaban doxa y era uno de los grados del saber. Un hombre ilustrado sabía que su doxa no era un dogma inamovible; era consciente de su valor relativo y de que era equivocado darle a su opinión un valor de verdad objetiva o absoluta.
La opinión es, en principio, una forma de saber y, por ello, requiere un determinado grado de conocimiento sobre aquello de lo que opinamos. Y también es requisito imprescindible para opinar, tener la conciencia clara de nuestra falibilidad. Mi opinión no tiene porqué ser la buena, ni la mejor, ni la única. Lo imprescindible, al dar nuestra opinión, es estar dispuestos a escuchar la de los demás, a respetarla e intentar comprenderla. Y si no la comprendemos, no nos pongamos a pontificar interminablemente sobre la verdad de la nuestra, por favor, porque hasta resulta un tanto ridícula la insistencia de muchas personas en imponer su opinión a los demás.
Las ideas que tengamos son las nuestras y no debemos olvidar que el resto del mundo tiene las suyas propias. Y no sólo eso, sino que son tan dignas de ser tenidas en cuenta como las que nosotros defendemos.
Mi opinión sobre cualquier asunto, es la mía y estará basada en lo que sé y, en mayor medida, en lo que ignoro. Si tengo esto claro, ya sé que me habré equivocado (y me equivocaré en el futuro) las veces suficientes como para no empecinarme en mantenerla a toda costa.
Y aún sabiendo que no sé nada, no me digáis lo que debo opinar, si no queréis que me enfade.
Acepto, eso sí, y en cualquier momento, escuchar atentamente vuestras opiniones.
Lo que piensa la cabra de todo esto, os lo cuento otro día.

08 mayo 2007

El miedo es libre

Dejé el teléfono en su soporte, me volví y ahí estaba. Mirándome. Justo en el centro de la salita, que es como decir tapándome todas las salidas. Lo único que podía hacer era esconderme detrás del mueble del televisor pero como es más bien pequeño y bajito, no servía de mucho.
Los gatos no se veían por ninguna parte. Los llamé bajito: "Gatos, gatos, gatos.."
Nada. Estarían durmiendo como ceporros debajo de alguna manta, que no entiendo como pueden llegar a ser tan frioleros los dichosos gatos.
No sabía que hacer. La situación era peligrosa y yo estaba descalza y totalmente desarmada, si exceptuamos el teléfono, pero no iba a poner en peligro toda la agenda de direcciones, que no veas lo que me cuesta volver a ponerlas en la memoria.
No me atrevía ni a respirar, esperando el próximo movimiento del/la intruso/a, porque a la distancia que estaba, unos dos metros, no podía distinguir si era un él o un ella.
Con sumo cuidado, alargué el brazo y levanté el cajón forrado de peluche que usan los gatos para dormir, cuando no están dormidos en ningún otro sitio. Lo dejé en el suelo, a mi lado y luego, extremando las precauciones, me subí encima. ¡Ufffff...! Mi posición había mejorado considerablemente. Ahora ya podía arriesgarme y grité. "¡Gatosssss..!"
Al minuto, más o menos, aparecieron los dos, bostezando y estirando las patas como si fueran a emprender una competición. Yo lo que quería era que sacaran las garras, pero nada. Se sentaron delante de mi, mirándome. Una muda interrogación se reflejaba en sus tres ojos (recordad que uno es tuerto) Sé que pensaban: "Y ahora, ¿qué tripa se le ha roto a ésta?"
Yo les señalaba, desesperadamente, al intruso/a, y les azuzaba un poquitín. "¡Vamos, vamos, dad una carrerita por ahí en medio a ver que hace...!"
Por fin, el tuerto, que es el más grandote, dio un par de pasos marcha atrás, volvió a sentarse y arrastró el rabo por el suelo en un movimiento de vaivén, justo en las narices del intruso/a.
Como no se movió, me arriesgué a bajar del taburete y cogí un zapato. En ese momento, el gato, que seguía mis movimientos con la vista, se dio cuenta de lo que pasaba y alargó una zarpa hacia el enemigo, dándole un buen empujón. Yo dí un grito y me subí al sofá, pero enseguida vi que no hacía falta. La cucaracha estaba muerta. Allí, en medio de la salita, se le había ocurrido venir a morirse, justo mientras yo hablaba por teléfono de espaldas a todas las puertas. Le di un buen zapatazo, por si acaso, y la tiré al inodoro, tirando agua cuatro o cinco veces para mayor seguridad.
Con el miedo y las prisas, se me olvido comprobar si era un él o una ella, aunque tampoco hubiera servido de nada, porque el idioma es limitado y no existen, de momento, los cucarachos. Por lo menos hasta que alguna agrupación machista lo reivindique. Claro que me producirán el mismo terror, se llamen como se llamen.