Teresa no recibe como todo el mundo. No dice buenos días, ni hola, ni nada parecido. Antes de dejarme entrar en su casa, tengo que contestar a una especie de encuesta acerca del tiempo, las noticias que ayer tarde escuchó en la tele, y si luego, cuando me vaya de su casa, tengo que ir a casa de otros enfermos o no. Así que, después de llamar al timbre, me apoyo tranquilamente en el marco de la puerta y me dispongo a mantener la diaria conversación previa a la entrada a su recibidor, donde me espera otra batería de preguntas, pero donde ya puedo descargar el peso del bolso y la carpeta de ejercicios que toca realizar. Luego, mientras me persigue por el pasillo, o yo la persigo a ella, según el día, me va contando las novedades que, básicamente, consisten en lo que vio, o creyó ver, las docenas de veces que se asomó a la ventana desde que la dejé el día anterior. Un hombre estuvo a punto de caerse al cruzar la calle, una mujer pasó cargada con muchas bolsas, una monja entró en la farmacia de enfrente, un guardia vino con la grúa a llevarse un coche...
Lo que su mente deduce de cada una de esas cosas da para escribir una novela. Casi puedes ver como le trabaja el cerebro sacando conclusiones a cual más peregrina, al mismo tiempo que gestualiza cada momento de la acción que desarrolla.
Poco a poco se va centrando en lo que hacemos y hoy tocaba tema filial: sus hijos,sus nombres, su fecha de nacimiento, cuántos viven, cuántos y cómo murieron. Y me ha contado ésto:
El primero que me nació, era precioso, pero precioso... ¡ay, que precioso era...! Todo el mundo tenía que ver con él. Tú sabes..., tenía los ojos azules, así, grandes, y antes se hacía una procesión dando vueltas alredor de la iglesia y todos los que lo vian, tenían que decirle algo. Yo le llevaba con un gorrito, así, para el sol, que no le quemara, y ese, el día de la procesión, era el primer día que le trajimos al pueblo. ¡Qué día tan bueno que pasamos...! Comimos allí y todo, que conocíamos gente mu maja y a la tarde, pero ya tarde, nos vinimos a casa. Y cenamos, y el niño también cenó, y se reía todo el rato y estaba precioso y cenó bien. Y se durmió, y mi marido y yo también nos acostamos y nos dormimos.
Un silencio y unos movimientos de cabeza, como negando, me han dado a entender, porque la conozco, que lo que seguía iba a dolerle, pero ha continuado hablando.
Al día siguiente, cuando amaneció Dios, mi marido se levantó para ir al campo, y miró la cuna. Tú ya sabes; antes las cunas las poníamos así, cerca de la cama grande, y mirábamos a los niños cuando nos levántabamos. Y mi marido vino a tocarme y me dijo: No te lo quería decir, pero el niño está muerto. ¡Mira...! ¿Pero cómo...? Sí, sí, está muerto... Y estaba, estaba.
Me mira y veo la incredulidad aún retratada en sus ojos. Me pregunta: Oye, ¿tú sabes de qué se moriría? Yo, que tengo un nudo en la garganta, apenas alcanzo a decir: No sé, Teresa. Va a mirar por la ventana un momento, mueve un poco la cabeza y vuelve a su silla.
El marido cogió la bicicleta y fue al pueblo a por el médico, pero cuando vino ya dijo que sí, que estaba muerto y que ya podíamos enterrarle. Pero, ¿cómo pudo ser eso? ¡Si era un niño precioso y había cenado bien...! Pero luego, mira, tú sabes que hay que ir a ver al cura para el entierro, pues el marido fue y el cura le dijo que no se podía enterrar en el cementerio porque no había hecho la comunión el niño. ¡Qué tío sinvergüenza, el cura...! ¿Qué te parece, eh, qué te parece?
Mal, me parece muy mal. No se podía negar a enterrarle en el cementerio. ¿No estaba bautizado?
¡Ah, claro que sí! ¡Menuda fiesta que armamos para el bautizo! ¡De todo había! Y el mala sombra del cura ese fue quien le echó las aguas. ¿Qué te parece, eh? Nos dijo que lo enterráramos en el corral. Y el marido lo enterró, con su cajita y todo, que nosotros la hicimos, pero yo no podía, no podía... ¡ay, Dios!, yo no podía ni pasar por la puerta del corral. ¡Es que no podía..!
Se le ahoga la voz en un llanto profundo que ya no tiene lágrimas y yo tengo que levantarme y hacer como ella; ir a mirar por la ventana un momento; a respirar.
Y al desotro día, el marido se fue en bicicleta a la capital, al juez, y el juez le dijo que teníamos derecho a que nos enterraran al hijo en el cementerio y le dio un papel y con los civiles, los guardias, sacaron al niño que estaba en su cajita, en el corral y se lo llevamos al cura, que ya se calló y nos lo enterró como Dios manda. ¿Qué te parece lo que nos hizo el tío ese, qué te parece? ¿Eso le estaba bien a un cura, eh? ¿A que no?
No Teresa, no le estaba bien, claro que no. Mueve la cabeza y se muerde los labios. Se frota los ojos con rabia; como si les castigara por no estar inundados.
¿Y tú no has estudiado eso? Eso de que los niños se mueran así, sin estar malos ni nada. Es que no sé que le pasó. ¡Si había cenado muy bien, y era un niño precioso, precioso, con cinco meses ya...!
Estoy a punto de hablarle sobre la muerte súbita en los niños, de decirle que se dan bastantes casos y que es algo para lo que aún no se tiene una causa clara, pero al final sólo le digo:
Teresa, usted no tuvo la culpa.
Y sé que no es ningún consuelo, porque ella me mira, mueve la cabeza en un gesto de negación y vuelve a secarse a manotazos unas lágrimas que no acuden a sus ojos.