... finalizar otro año.
Cuando pasa la Navidad, me ataca una especie de impaciencia; unas ganas de correr hasta el día 31 y de llegar a las uvas y estrenar el 1 de enero de una buena vez.
La semana más larga del año es, para mí, ésta. Cuando era pequeña, eran las dos semanas desde Navidad hasta Reyes. Ahora, como los regalos me los trae Santa Claus, solo tengo siete días de nervios. Algo bueno tenían que traer las costumbres foráneas.
Es que empezar un año es doblar el cabo de Buena Esperanza. Se dejan atrás las aguas agitadas y esperamos que sea mejor a partir de ahora. Son sólo eso; ilusiones. El día 1 seguimos como siempre; no hemos cambiado de aspecto, ni de trabajo, ni de costumbres. Y sigue haciendo un frío del demonio.
Y los buenos propósitos se arrinconan a las pocas horas de haberlos formulado, porque seguimos sin tener tiempo ni voluntad para realizarlos.
Pero no importa; las estrellas siguen en el cielo y en la tierra sigue habiendo buena gente y tenemos familia y amigos que nos quieren y a quienes queremos; personas estupendas con quienes compartir esas pequeñas cosas de cada día que nos gustan o nos enfadan y que conforman la red bajo el trapecio de la vida para que, si caemos, no nos rompamos del todo.
Lo mejor de empezar un año es no haber perdido nada importante en el que acabó. Y seguir conservándolo.