Esto podríamos decirlo de todos los meses, de todos los días y de todos los espacios de tiempo, pero cuando septiembre acaba, siempre tengo la sensación de que empiezo de nuevo. Mucho más que con la primavera.
En este tiempo hay sosiego en las calles. Ya se han acabado los días de preparativos para las clases, las fiestas locales, las noches de acostarse tarde porque estamos de vacaciones y las visitas de familiares o amigos que se pasan por casa de visita o para breves estancias, dejando a su paso un revoltijo de muebles, viejas fotografías y recuerdos más o menos gratos.
Ha sido agradable encender la estufa esta mañana. No es que hiciera falta; es que la echaba de menos. La he tenido que apagar al momento, pero me ha puesto en situación; dentro de nada, el otoño más fresco; el de las calabazas, las castañas, los dulces caseros, las mermeladas y las mantitas para los gatos. No sé si tendré que hacer una manta para el canario. Este va a ser el primer invierno que tenga un pájaro y no tengo experiencia.
En fin, eso; que en nada vuelvo a clase y va a ser emocionante sentarse en una mesa para empezar algo nuevo. Claro que era más divertido cuando las trenzas eran de verdad y estaba loca de ganas por contar a las amigas de curso como habían sido los meses de verano y comprobar si el novio del curso pasado me seguiría sirviendo para éste. Igual se había quedado un poco enano o le habían puesto gafas o le había salido acné, en cuyo caso el enamoramiento bajaría muchos enteros.
Nada es lo que era entonces. O al revés; todo sigue igual visto desde otra perspectiva.
Creo que para dilucidar el problema voy a necesitar a la cabra.